
Reflexión bíblica cuando un ser querido agoniza sin Cristo
Mientras escribo estas líneas, mi corazón está lleno de emociones difíciles de nombrar.
El alma se sacude. La tristeza pesa. Y la fe se aferra al único que no cambia.
Un familiar muy cercano está en su lecho de muerte.
Postrado en su cama, rodeado de sus hijos, de su esposa, de quienes lo aman.
Su cuerpo está presente… pero su mente se ha ido apagando lentamente, como una lámpara que se consume sin ruido.
Hace tiempo que la enfermedad lo fue debilitando. Primero el cuerpo, luego la voz, y ahora la conciencia.
Ya no responde. Ya no reacciona. Ya no escucha.
Pero lo que más duele —más que el silencio de su cuerpo—
es el silencio que hubo entre él… y Dios.
Cuando la muerte se acerca… y el alma aún no ha creído
Este familiar nunca creyó.
Durante toda su vida, se identificó como ateo con convicción.
No era indiferencia, era rechazo. No era desinterés, era negación racional, firme, orgullosa.
Rechazaba a Dios, a Cristo, al mensaje del Evangelio.
Y hoy… cuando más quisiera hablarle del perdón, de la cruz, de la vida eterna… ya no puede oírme.
Ya no puede responder.
Y entonces, inevitablemente, surge esa pregunta tan humana como espiritual:
¿Todavía hay esperanza?
Cuando las palabras ya no alcanzan… pero Dios sí
La Biblia nos enseña que la salvación es por gracia, mediante la fe.
Una fe que llega al corazón al oír la Palabra de Dios.
“Porque por gracia ustedes han sido salvados mediante la fe; esto no procede de ustedes, sino que es el regalo de Dios, no por obras, para que nadie se jacte.”
— Efesios 2:8–9 (NVI)
“Así que la fe viene como resultado de oír el mensaje, y el mensaje que se oye es la palabra de Cristo.”
— Romanos 10:17 (NVI)
Pero… ¿qué pasa cuando alguien ya no puede oír?
Cuando ya no hay respuesta, ni mirada, ni palabras…
Aquí es donde la esperanza verdadera entra en escena.
Aquí es donde la soberanía de Dios nos sostiene.
Porque la salvación no es una obra humana.
No depende de nuestra capacidad de hablar, ni de la suya para responder.
La salvación es una obra del Espíritu Santo.
“Porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido.”
— Lucas 19:10 (NVI)
Aun cuando ya no podemos hablarle al oído, Dios puede hablarle al alma.
El Espíritu de Dios no necesita cuerdas vocales.
No necesita conciencia clínica.
Él atraviesa la carne, el tiempo, la enfermedad… y toca lo más profundo del corazón humano.
¿Puedo seguir orando por su salvación… incluso ahora?
¡Sí! Absolutamente sí.
La oración de los hijos de Dios es poderosa, no porque contenga poder en sí misma, sino porque va dirigida al único que todo lo puede.
“El Señor no tarda en cumplir su promesa, según entienden algunos la tardanza. Más bien, tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se arrepientan.”
— 2 Pedro 3:9 (NVI)
Dios es paciente.
Dios no se apresura como nosotros.
Él puede obrar salvación en un último suspiro.
Recordemos al ladrón en la cruz.
Un hombre culpable, condenado, moribundo…
Pero en ese instante, volvió su rostro a Jesús con fe sencilla y sincera:
“Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino.”
— Lucas 23:42 (NVI)
Y la respuesta de Cristo fue inmediata, poderosa, eterna:
“Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso.”
— Lucas 23:43 (NVI)
¿No podría también Jesús hacer eso mismo hoy… en la cama de un moribundo?
¿No podría tocar el alma, aunque el cuerpo esté ausente?
¡Por supuesto que sí!
Entonces… ¿qué hacemos cuando ya no hay palabras?
Oramos.
Clamamos.
Lloramos… pero con esperanza.
Porque sabemos que Dios ve donde nosotros no vemos.
Y obra donde nuestras manos no alcanzan.
“Y el mismo Espíritu le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios.”
— Romanos 8:16 (NVI)
La soberanía de Dios, nuestro consuelo más profundo
El desenlace final está en manos del Señor.
No sabemos si este familiar creerá en su último suspiro.
No podemos saberlo.
Pero sí sabemos esto:
“¿Acaso no ha de hacer justicia el Juez de toda la tierra?”
— Génesis 18:25b (NVI)
Y también sabemos que Jesús dijo:
“Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna.”
— Juan 3:16 (NVI)
Esa es nuestra fe.
Esa es nuestra oración.
Y esa es nuestra esperanza.
Oración final
Padre celestial,
venimos a ti con el corazón dolido y con lágrimas que no siempre tienen forma.
Tú conoces a nuestros seres queridos.
Tú sabes cuántas veces rechazaron tu verdad… y cuánto te necesitan, aunque no lo digan.
Te suplicamos, Señor, que obres misericordia.
Que tu Espíritu Santo hable donde nuestras palabras no llegan.
Que haya luz donde solo vemos sombra.
Que aún en este último momento, el alma de nuestro ser amado pueda volverse a ti.
Y que nosotros, Señor, descansemos sabiendo que tú eres bueno, justo, compasivo, y fiel.
En el nombre de Jesús, nuestro Salvador, te lo pedimos. Amén.
Una esperanza que no muere
Amados lectores, si estás viviendo algo parecido, si alguien que amas está muriendo sin Cristo, no te paralices por el dolor.
Sigue orando.
Sigue confiando.
Dios puede obrar en el silencio.
Dios puede hablar en la última respiración.
Dios puede salvar… incluso cuando nadie más escucha.
Porque la vida eterna no depende de una ceremonia, ni de una oración perfecta.
Depende del poder de Dios actuando en lo invisible.
Y mientras haya vida —incluso si es tenue— hay esperanza.
Y esa esperanza, querido hermano o hermana, no muere.