Y los días pasaron… y mi tío partió

Una despedida con fe, música y esperanza 

Los días pasaron, y con ellos, llegó el momento que tanto temíamos.
Mi tío falleció.

Digo “temíamos” porque nadie está preparado para despedirse del todo.
Pero siendo cristiana, sé que esta despedida no es el final.
La muerte, para quienes creen en Cristo, no es una derrota… es una transición.

Y aunque duele profundamente, en medio de esa mezcla de lágrimas y gratitud, recuerdo una promesa que ilumina la sombra del dolor:

“Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia.”
Filipenses 1:21 (NVI)

No tengo certeza absoluta de que mi tío haya entregado su vida a Jesús en sus últimos días.
Pero tengo una leve sospecha, una esperanza suave, un susurro en el alma… de que sí.
Y eso, en esta hora, me basta para orar con fe y para recordar con amor.

Un hombre de alegría, talento y comprensión

Hoy quiero hablar de él, no solo desde el dolor de su partida, sino desde la luz de su vida.

Mi tío fue un hombre bueno.
Alegre, con un talento innato para la música, con una forma de mirar el mundo que combinaba paciencia, comprensión y un toque muy suyo de sentido del humor.

Supo aceptar con amor realidades difíciles que quizá al principio le costaron o le dolieron, pero que con el paso del tiempo aprendió a mirar con ternura.
Era un hombre del corazón abierto, capaz de tratar a los suyos con cariño, incluso en medio de los “días modernos” que tanto pueden confundir.

En su familia, en sus hijos, dejó huella.
Pude asistir virtualmente a su servicio fúnebre —no vivimos en la misma ciudad— y me emocionó profundamente escuchar las historias, las anécdotas, las bromas que sus hijas compartieron con tanto amor.

Ver cuánta gente asistió me conmovió.
Porque cuando alguien parte y deja tras de sí amor, risas, abrazos, recuerdos… entonces sabemos que vivió bien.

Lo que también duele… y lo que Dios transforma

Como toda relación humana, también hubo sombras.

Por los gajes de la vida, y por decisiones poco sabias, fui parte —años atrás— de una situación que hoy recuerdo con pesar.
Una disputa familiar me envolvió de manera indirecta, y con el deseo equivocado de “defender” una causa, terminé actuando movida no por sabiduría… sino por emoción.

Impulsiva, joven, sin Cristo aún en el centro de mi vida, expresé en una red social frustraciones internas, exponiendo públicamente asuntos que debí haber tratado en privado.
Nombré personas, señalé responsabilidades… y entre esos nombres, estaba él: mi tío.
Todo lo hice creyendo que defendía a alguien que amaba, pero lo hice mal.

Aunque luego pedí perdón, eliminé el mensaje y traté de enmendar lo que pude… la huella quedó.

Hoy, al recordar su partida, esa memoria regresa. No con culpa paralizante, sino con la humildad de quien reconoce su error…
y con gratitud profunda de saber que Dios no nos deja como estábamos.

Porque esa joven impulsiva ya no existe.
Porque, como dice la Escritura:

“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.”
2 Corintios 5:17 (RVR1960)

Gracias a Dios, fue la primera y única vez que actué así.
Y gracias a Dios, desde que Cristo tomó el trono de mi vida, las emociones ya no me gobiernan… las guía el Espíritu.

Qué importante es tener a Cristo.
Porque sin Él, te arrastra la carne.
Con Él… te sostiene la gracia.

Nuestra música, mi recuerdo

Entre los muchos lazos que nos unían, había uno muy especial: la música.

Cuando era pequeña —tenía unos 11 años— empecé a explorar la guitarra.
Estaba dando mis primeros pasos, con dedos torpes y entusiasmo a flor de piel.
Mi primera canción de blues… me la enseñó él.

Recuerdo su paciencia, su alegría al enseñarme, y sus palabras que aún me acompañan:

“Estoy feliz de que te guste tanto como a mí.”

Éramos cómplices en eso: en el lenguaje sin palabras que es la música.
Y aunque la distancia entre ciudades hizo que nuestros encuentros fueran esporádicos, esos momentos quedaron tatuados en mi memoria.

Volví a verlo años después, ya en medio de sus chequeos médicos, justo antes de que llegara el diagnóstico que lo acompañaría hasta el final.
Y aunque sabíamos lo que vendría, nadie esperaba que llegara tan pronto.

Lo que queda

Hoy queda la ausencia, sí.
Pero también queda su carisma, su sonrisa, su guitarra, su voz, sus consejos, sus gestos suaves.
Queda el amor sembrado.
Queda la semilla de todo lo que dio.

Y queda la esperanza… esa que no muere.

“El Señor no retarda su promesa, como algunos la tienen por tardanza; sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento.”
2 Pedro 3:9 (NVI)

No sabemos con certeza lo que ocurre en el alma de una persona en sus últimos momentos.
Pero sí sabemos esto: Dios habla incluso cuando el cuerpo guarda silencio.
Y si mi tío en algún instante levantó su corazón a Dios, aunque nadie más lo haya oído, el cielo sí lo escuchó.

Hasta entonces

Tío,
gracias por tu vida.
Por tus canciones.
Por tu ternura.
Por tu forma de enseñar sin imponer, de reír sin burlarte, de acompañar sin ruido.

Siempre te recordaré en esa primera canción de blues, en cada cuerda pulsada, en cada sonrisa que nace al tocar.
Gracias por haber compartido conmigo tu amor por la música. Gracias por haber sido tú.

Y aunque ya no estés aquí, espero el día en que, si el Señor lo permite, volvamos a vernos… sin enfermedad, sin dolor… tal vez, con guitarras afinadas y gozo eterno.

Hasta entonces,
te abrazo con el corazón.

 


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